A
partir de la generación en un laboratorio de experiencias místicas, inducidas
por la activación mediante estimulación eléctrica o magnética, de las áreas
límbicas del cerebro, un gurú visionario, Marcelo Meliades, reputado
neurocientífico y estudioso de la espiritualidad a lo largo y ancho del mundo y
de su historia, elaboró un complejo software que podía, de manera precisa,
diseñar el tipo de experiencia concreta que se podía inducir a los individuos
sometidos a estimulación del lóbulo temporal.
Administrando
los flujos magnéticos y/o eléctricos en puntos precisos y dependiendo de la
magnitud de la carga suministrada, se podían generar unas experiencias u otras,
obteniendo resultados uniformes y homogéneos entre la totalidad de los sujetos
sometidos a tales pruebas.
El
equipo de M. Meliades pudo conseguir, entre otras cosas, que se sintiese la
sensación de salir del cuerpo físico; de percibir una presencia sobrenatural a
la que se podía escuchar, pues nos hablaba; de ver una gran luminosidad con
conciencia que se mostraba omnisciente e inefable y capaz de albergarnos en su
interior como si fuésemos parte de ella; de encontrarnos con difuntos a los que
amábamos y que se mostraban dulces, cordiales y felices, como liberados del
dolor, sufrimiento y enfermedad que azota al común de los mortales.
Todo
esto se podía conseguir aplicándolo sin ningún tipo de arbitrariedad, y sin necesidad
de ingerir sustancias enteógenas -etimológicamente, Dios generado dentro de
nosotros- , con toda lucidez, elegancia y sobriedad, por tanto; sin tener, así
mismo, que someternos al maltrato físico del ayuno prolongado, el agotamiento
consecuente y otras prácticas propias de ascetas y anacoretas, y sin tener que
padecer (como parece ser que sufrieron grandes maestros espirituales, desde
Teresa de Jesús, hasta el fundador de la iglesia de los mormones) ningún tipo de epilepsia
que nos acerque a lo divino y lo sobrenatural.
Significó
un antes y un después en el ejercicio de la espiritualidad, faceta que, por
motivos fisiológicos, al estar nuestro cerebro dotado de un sistema capaz de
producir estas experiencias, resulta innata e inherente al ser humano y que ha
supuesto la base sobre la que se ha construido todo el edificio de las
religiones, como sistemas vehiculares para poder llevarla a la práctica, pero
que no eran más que una construcción social constituida por diferentes y
múltiples factores que nada tienen que ver con la espiritualidad y su praxis.
Marcelo Meliades pensó con acierto que no podía haber religión sin
espiritualidad, pero sí lo contrario y que, como la espiritualidad es inherente
e innata, es por tanto necesaria y que era necesario encontrar la forma
constructiva de administrarla a la sociedad sin que ello, como estaba
ocurriendo y había ocurrido siempre, fuese causa de perjuicios, sufrimiento,
guerras y muerte, haciendo que la espiritualidad, mal administrada por la
religión, consiguiese los efectos contrarios a su verdadera naturaleza.
Tras
los experimentos clínicos realizados, Marcelo Meliades mostró y demostró las
religiones tradicionales como falaces e innecesarias.
Tras
varios años de experimentación, ajustes y mejoras, se construyó el primer
centro de congregación de la Nueva Iglesia Digital de la Divinidad Enteógena,
donde se podía explorar el Dios que habita en cada uno de nosotros y que
produce nuestro propio cerebro.
Este
primer prototipo, experimental todavía, tenía una capacidad limitada a
trescientas personas que se acomodaban de manera similar a cualquier iglesia
arcaica; filas de bancos situadas frente a un altar en el que un maestro de
ceremonias dirigía el numinoso servicio religioso.
Cuando
el feligrés ocupaba su posición en el banco, la cabeza era sujetada a un
respaldo con reposacabezas de altura regulable, mediante un pequeño casco, que
daba aspecto de acertada tonsura, que fijaba la testa en el cabezal. De este
casco partían los estímulos eléctricos y/o magnéticos que producían las
deseadas y convenientes experiencias místicas elegidas por el maestro oficiante
en consonancia con el contenido sobre el que versase su puntual homilía; la
pertinente visión extática o sublimación extasiada que fuese pertinente.
En
muy poco tiempo, dada la facilidad y magnitud que la Iglesia Enteógena ofrecía
para que la espiritualidad fuese ejercida con una plenitud jamás antes alcanzada,
proliferaron los templos por todo el planeta, haciendo que las creencias y la
fe en las iglesias tradicionales se desmoronasen, con la consecuente
desaparición de tales credos. Se sustituyó la fe por la experiencia, ocupando
Dios el lugar que siempre le había correspondido, alojado en una pequeña
porción de nuestros cerebros.
Las
ceremonias fúnebres cobraron una nueva dimensión. Se realizaban funerales en
los nuevos templos con el finado de cuerpo presente y, tras recitar algunos
versos y panegíricas sobre el difunto, e inscribirlo en el obituario, se
inducía la manifestación ectoplasmática, se podía sentir la presencia del
desaparecido, la materialización subjetiva de su espíritu. Todos los
asistentes, desde su asiento en el banco, tocados con la plástica tonsura eletromagnética,
charlaban en voz baja, sin molestarse unos a otros, con la representación del
espíritu que percibían. Podían oír su voz con claridad, como si manase de
dentro de ellos mismos, diciéndoles las palabras que deseaban escuchar, aunque
quizá no siempre fuesen ciertas o se ajustasen a la realidad, sino a su propia
subjetividad. Pero eso importaba bien poco en comparación con lo reconfortante
que resultaba sentir de forma tan veraz y cercana al ser querido.
Construir estos templos, equipados con
sofisticadas máquinas de inducción espiritual controladas por ordenador, aún
siendo nada ostentosos y espartanos en su decoración para que nada distrajese
al feligrés cuando entrase en algún tipo de trance extático, resultaba bastante
costoso.
Como
el éxito fue unánime, se tuvieron que construir templos cada vez más grandes y
en mayor cantidad, aprovechándose también, tras severas reformas en las que se
desechaba toda su antigua imaginería, los templos utilizados por las religiones
tradicionales, relegadas a un olvido irreversible. Los gobiernos de los
estados, como consecuencia de todos los progresos que aportaba esta nueva
religión, colaboraron con la fundación creada por Marcelo Meliade para la
difusión y culto de esta nueva praxis espiritual, cediendo espacios y locales y
donando los antiguos templos expropiados a las extintas iglesias convencionales.
A
pesar de este crecimiento exponencial de las Iglesias Enteógenas, la demanda de
servicios espirituales era tan alta que se tuvo que gestionar la asistencia a
las ceremonias litúrgicas por rigurosos turnos.
Se
ofrecían dos servicios, denominados endomisas, en sesión matinal y vespertina,
todos los días del año. Cada persona solo podía asistir a una endomisa por
semana, asignándosele un día y una sesión, bien por la mañana, bien por la
tarde, en un templo determinado que no siempre era el más cercano -si es que
éste se hallaba saturado- a su lugar de residencia. De este modo se garantizaba
el derecho universal, recogido en la carta de derechos humanos, de ejercer la
espiritualidad inducida, sin que nadie quedase excluido de disfrutar de esta
función innata.
Marcelo
Meliade fue distinguido por la O.N.U con el reconocimiento de “Gran constructor del nuevo paradigma de
la totalidad vital unificada” y se acordó por aplastante mayoría que en cada
templo, solo compuesto por paredes desnudas de piedra, las bancadas para la
estimulación límbica y un sencillo altar donde el maestro de ceremonias dirigía
las sesiones con prosopopeya litúrgica, se colocara un retrato, en un lugar que
pudiese ser visible para todos los congregados, del Gran Constructor, que
mostraría la fraternal y franca sonrisa que Marcelo adoptó, sin que nunca se
borrase de su faz, tras la rápida y exitosa expansión de su visionaria
doctrina.
El
nacimiento de esta nueva confesión no solo supuso un cambio drástico en cuanto
a cuestiones religiosas y morales para la humanidad. Resultó ser también el
comienzo de una verdadera revolución en términos sociales, económicos y
políticos, llegando a trastocar por completo las pautas de convivencia y los
núcleos sociales sobre los que se construían las relaciones humanas,
globalizándose y homogeneizándose estas nuevas prácticas y costumbres con
celeridad. Prácticamente se erradicó el sufrimiento de la faz de la tierra.
Al
ser cada sujeto mesías de sí mismo, profeta de su propio Dios enteógeno, y
poder experimentar la fuerza y claridad de la divinidad, tanto de manera
visionaria, como escuchando mensajes del más allá, y al poder producir y
protagonizar todos y cada uno de estos milagros portentosos, la tendencia a
buscar el placer en la abundancia y la riqueza material se fue disolviendo,
hasta desvirtuarse por completo, por lo que el hermanamiento espiritual entre
congéneres y las experiencias elevadas de profunda comprensión y conocimiento,
se alzaron como patrones de búsqueda de la felicidad. Por otra parte, la
necesidad de construirse una identidad, casi siempre ligada a una actividad -y
la obsesión por ambas- que daba sentido a la existencia, desapareció, diluida
entre la suprema identidad totalizadora que se alojaba en nuestro sistema
límbico y que éramos capaces de despertar y gestionar para ofrecernos la
felicidad de la total iluminación y el discernimiento unívoco del mundo en que
vivimos.
Este
tipo de felicidad eclipsaba cualquier otra que anteriormente tanto se valoró y
por la que tanto se luchaba en los tiempos arcaicos, sin que nunca consiguiese
el individuo saciar su hambre de materialismo, empujándole a nuevas atrocidades
para acumular más innecesaria riqueza.
Ya
estos tiempos de oscuridad, terror y destrucción habían pasado a la historia,
cerrando un capítulo tan negro como dilatado; los tiempos previos a la gran
revolución espiritual que supuso la creación por parte de Marcelo Meliade, de
la Nueva Iglesia Digital de la Divinidad Enteógena, que trajo consigo el mayor
salto evolutivo de la humanidad jamás registrado.
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